miércoles, 19 de enero de 2011

El taller en La Jornada Semanal - III

La Jornada Semanal,   domingo 19 de septiembre  de 2004        núm. 498







La minificción:
el antivirus de la literatura
(continuación)

Tromp l’oeil

Rubén Pesquera Roa (México)

El conde se acicalaba frente al espejo cuando de pronto, con una sonrisa, recordó que le estaba vedado mirar su propia imagen.

Se alejó pensando en la naturaleza de la luz y de la sombra, y sobre cómo las ilusiones ópticas suelen jugarnos divertidas bromas. 

 
 


Severo revés

Rienaciendo

Abrí la puerta y entramos en la calle.

–Hoy no quiero ir –me dijo.

El camino de la escuela me traía recuerdos del futuro cuando él, con ojos en las lágrimas, me recogió del asilo para que viviéramos juntos.

–Vayamos mañana, ¿vale?

Le aceleré la mano y apretamos el paso. Una bandada de augurios me hizo presagiar los peores pájaros.

–¡No quiero ser como ellos! ¡Se les caen los dientes, babean, vomitan, se mean, algunos ni se tienen en pie!

Llegamos y le abracé con un ruidoso silencio. Después vi cómo se hacía pequeño al alejarse, mientras su corazón me partía el llanto.

–Mamá, no me dejes. Tengo miedo a nacer.

Dos por dos son cuatro

Santiago Ruiz Velasco (México)

Ayer enterramos a don Nicolás Gutiérrez, su alma sea con Dios. La mitad del pueblo iba con nosotros, ahí estaba Rosarito, toda compungida (dos funerales en una semana no es algo que una niña deba aguantar). Los demás estaban en el servicio de Atilio, nos habíamos puesto de acuerdo para no cruzarnos calientes de ánimo.

–Que se agarraron a cuchillos es de todos sabido; y que fue por una muchacha, de todos supuesto. Lo que nadie sabe, don Nico, es que fue por su hija.

–¿Cómo por mi hija, deslenguado?

–Pos así como lo oye. La Rosario noviaba con el Julio y él la halló paseando con el fuereño; ya sabe cómo es de encendido el muchacho, nomás se le dejó ir con el machete de caña, ahí juntito a mi casa. Lo que pasa es que usted siempre está tan fijado en su negocio que ni se entera quién le alborota el gallinero.

Algún imprudente se rió primero, y luego toda la cantina. Que se agarraron a cuchillos todos lo saben, pero los pocos que sabemos que fue por la misma mujer que los anteriores mejor nos callamos, no vaya a ser que alguien se ofenda.

El hubiera sí existe

Gilberto Martí Lelis Sánchez (México)

Su cuerpo, hecho un caos, volaba a un metro de altura sobre el asfalto. Lo acompañaba un enjambre de vidrios rotos. El dolor en la frente fue disminuyendo a medida que su cuerpo entraba de nuevo al auto. Escuchó el grito de su acompañante y su cráneo dejó de golpear el parabrisas. El enjambre de vidrio se convirtió en una sola pieza. Sus manos dejaron de apretar el volante y su pie se apartó del freno. Volvió a escuchar la pregunta que lo distrajo:

–¿Con quién me engañas? –preguntó ella, desencajada y con lágrimas en la punta de los ojos.

Pero esta vez no volteó a ver a su mujer para responderle:

–No sé de qué me hablas.

"El hubiera no existe", recordó; como si su abuela lo estuviese pronunciando ahí mismo, en su oreja.
 
 


Margarita "enhojada"

Pleitaguensam

–Ya no te quiero, João.

–Lo sé –fue mi respuesta a Marga mientras, uno a uno, pegaba los pétalos para que un día lo volviéramos a intentar.

Palabras

J. M. Dorrego (España)

Compuso un gesto de enamorada de película antigua y susurró:

–No pienso abandonarte mientras viva.

Dispararle un tiro a bocajarro me pareció más que razonable: por su tono, parecía estar hablando en serio.
   


El licántropo 

Rita Mazzocco (Italia)

Encantada por el grito desgarrador que descuartizó la noche, la niña asomó desde la ventana su cara pálida y redonda.

Y el hombre lobo cayó traspasado por un rayo de aquella inocente luna.



Antropofagia

Isabel Segura Boutry (Chile)

Sus incontables victorias no le impidieron sucumbir a los encantos de la exótica reina negra. Ella, siguiendo ancestrales ritos, no dudó en comérselo. El rey había olvidado que era el blanco del tablero.
 
 


Divertimento infantil II

N. Vidal (México)

Querella Querube, cerúlea cenicienta de pálida piel, pastorea su piara por el canto acanalado de las nubes. Castigada –por malvada, por malévola, por mala– a cuidar los armadillos celestiales –¡condenados animales!–, se pasea maldiciendo a los quirquinchos –¡feos bichos!– que diosito le encargó.

Triscando tribulaciones se le atrabancan las alas con un rabito de nube y, enredada entre los nimbos, se hace un lío la Querube con las plumas, con el aura y la piara.

–¡Castigo de Dios, Querella –se carcajean las bestias–, por querer de un armadillo hacer peinetas!

Desolada, desalada, colorada de la cara y de la rabia, plañe con plantos las penas, el mal paso y la vergüenza de verse ángela caída cuando nació querubina. Más de pronto, alebrestada, prestamente se levanta: alza la cara, sorbe las lágrimas, se amarra la falda y canta:
Nadie me quiere, todos me odian,
mejor pateo un armadillo:
le quiebro la conchita,
le enredo los anillos.
¡Qué rico es patear un armadillo!

Con el canto de Querella tiembla el cielo. En la tierra, contra el suelo, reventadas las bolitas de quirquincho dizque parecen granizo.

Ensoñación para piano y orquesta

J.M. Dorrego (España)

Cuando el armadillo despertó, su ángel de la guarda estaba allí: llevaba un hilo por ala en el costado, temblor en la mirada y un algo, no sé qué, de dolor a despedida a cuestas.

El animal contempló desconsolado la triste escena y se dispuso de nuevo a dormir:

–Mañana será otro día –dijo, enroscándose el alma.
 
 


Incompatibilidad

Satori (México)
En el otoño de su vida, cuando creyó que todo había terminado, el amor tocó de nuevo a su puerta. Al abrirle, para que entrara, sólo escuchó el eco de sus jóvenes pasos, alejándose en busca de la primavera.
   


Orden

Luis Torregrosa (España)

Cada mañana saltaba de la cama al baño, del baño a la cocina, de la cocina a la escalera, de la escalera a la calle, de la calle a la oficina y vuelta de nuevo hasta que un día se quebró la rutina y el destino dispuso que saltara de la cama a la calle hecho mil pedazos.



Divertimento infantil III (Penélope)

N. Vidal (México)

Casiana Casas cosía su camisón de casorio cuando cruzaron sus ojos los ojos claros de Clarión Clamores, ángel clavador de cuarta clase. Corrió a cubrirse la cosedora los colores de la cara, colorada en vez de blanca por el calor del amor. Él, cuidadoso, ocultó contra la capa el carmín arrebolado de las alas.

Cuatro días después, compró la costurera cuatro armadillos cegatones y cojitrancos de la cola. Calmadamente, desclavó una por una las placas de la armadura y, calmosos, cayeron los clavos en el canasto.

–¡Clarión Clamores –clamó contrita Casiana– se enchuecan los quirquinchos de la coraza!
Cabal, el ángel,
clavó con calma,
uno por uno,
todos los clavos
placa tras placa.

Al día siguiente, por la mañana, confusa y colorada de la cara, cruzó la costurera sus ojos color de clavo con los ojos claros, arrebolados, del clavador:
–¿Van bien los clavos?
–Se desclavaron…
–¿Y los quirquinchos?
–Descorazados…

En esas llevan catorce años, clava que clava que te desclava y vuelve a clavar…
Chafó el casorio la costurera,
del camisón ya ni se acuerda.
Los armadillos, agujereados,
por tanto clavo mueren de pena.
En toda Ítaca, tierra de casta,
juran que es casta aún Casiana.

 

Gregorio "El Gregario"

Alejandro Sansores Cambranis (México)

Gregorio Hernández quedó perplejo cuando vio la piara que rondaba en el patio de la casa de una familia mientras preparaba la comida. La madre, con un paraguas en la mano izquierda, trataba de atizar las húmedas brasas de un rústico comal con un pedazo de cartón de caja de huevo. El esposo y dos de sus quince hijos destripaban las mojarras de agua dulce sobre una tabla con moretones de lodo. La fina llovizna parecía no perjudicar las tareas de alguno de ellos, incluso de los porcinos, los que tendidos en el lodo lanzaban placenteros gruñidos.

La vivienda de la familia Martínez era un jacal de una sola pieza. Las paredes eran de adobe viejo, los techos de palma y piso de tierra. A un lado de la puerta de acceso se hallaba una cubeta de desperdicio, cuyo fétido olor era aprovechada por un jocundo grupo de moscas. Después el agasajo, sin duda, sería de los porcinos y así sucesivamente, hasta completar la nauseabunda cadena alimenticia.

La tarde era nublada. Un céfiro acariciaba suavemente las contaminadas aguas de la laguna que descansa a los pies de las casas de adobe. Las palmeras, sincronizadas, danzaban borrachas el cadencioso ritmo. De los techos de las casas escurrían lágrimas acumuladas. Todo parecía magnífico, todo menos los cerdos que irremediablemente descubrían un ambiente surrealista. Todo parecía en orden, sólo los cerdos, esos malditos cerdos que entorpecían el biorritmo de la naturaleza.

Cuando Gregorio Hernández despertó aquella tarde, luego de un agitado ensueño, se encontró en la ciénaga convertido en un humano monstruoso.

El valle de los niños muertos

Fabian Piñeyro (Brasil)

La madre avanza contra el viento. El viento es una mano pesada que aplasta su pecho de madre. Es difícil saber si ella avanza o si los pequeños ataúdes viajan a su encuentro para perderse a sus espaldas. Los ve pasar a su lado a la altura de sus anchas caderas transportados por alfombras mágicas. La madre ve, estudia, cada una de las caritas y le sobra aún corazón para acariciar una mejilla con el dorso de su mano aquí o acomodar un mechón de cabello helado allá. Los ojos de la madre buscan lo que ya saben. Llevan la paciencia resignada que antecede al desgarramiento del espíritu que espera lo que ya sabe. Hay urgencia sólo en las pupilas, no así en el resto de su cuerpo. Niños; ojos abiertos, cuerpos en fría paz y la boca abierta también como si todos acabaran de morir de un susto.

–Eran tres nenas, ninguna llegaba a los ocho años –dice la madre sin poder llorar–. Las quiero ver por última vez. Todas tienen un tatuaje hecho de flores que yo misma dibujé en cada una de las mejillas de cada una.

La mujer está vestida de blanco, su piel es blanca como el vestido. No responde. Corta un clavel y se adorna el peinado. No responde.

–Entonces –dice la madre sin poder respirar, ya sin palabras–. Entonces, por el amor de Dios.

–¿No están en ninguno de los cajones? –pregunta la mujer–. Me temo, entonces, que con ellas haya pasado lo peor.



Relato para escuchar

Carlos De Bella (Argentina)

El Jurado recorre con su mirada la hoja en blanco, la gira del revés y la vuelve, la observa al trasluz, regresa al sobre que la contenía y allí tampoco hay más nada. No comprende lo que ocurre.

En un primer impulso la dejaría de lado y seguiría con el próximo participante, pero... le intriga.

La apoya sobre la mesa y fija sus ojos en ella. Nada, allí no se lee nada.

–No tienes que mirar, sólo escucha– dice una vocecilla muy baja.

El Jurado se vuelve en su sillón y el espejo a su espalda le devuelve su mirada intrigada.

– ... sólo escucha.

¡El sonido surge de la hoja! Sí, de la hoja misma.

– Este relato no está escrito en letras ni en signos, está contado con suspiros, lágrimas, palabras entrecortadas, silencios, ayes, sollozos, sonrisas, gemidos y murmullos, todos esos sonidos relatarán la historia a quien los escuche. Tú puedes, pon interés en hacerlo. Haz el esfuerzo y luego juzga.

La vocecilla calla. El Jurado está perplejo. Esto no cumple con las reglas del concurso. Pero..., es casi un desafío intelectual.

¡Bien! Se arrellana y decide comenzar. Entrecierra sus ojos y prepara sus oídos.
 
 


Cuando olvido los adjetivos

F. C. Pérezcárdenas (México)

Me entero. Me informo. Lo busco. Lo encuentro. Lo escondo. Callo. Se enteran. Se informan. Lo buscan. Lo buscan. Lo buscan. Me cuestionan. Lo niego. Me acusan. Callo. Me encierran. Marzo. Abril. Mayo. Me pegan. Me pegan. Me pegan. Lo encuentran. Octubre. Noviembre. Diciembre. Salgo. Lo busco. Lo busco. Lo busco.

Baratijas militares

Luis Torregrosa (España)

Arriaron la bandera, la plegaron, tocaron el himno, lanzaron las salvas, saludaron a la oficialidad y permanecieron en cubierta, firmes y altivos, mientras el barco se hundía, eso sí, con todos los honores. 

La flor

Luis Torregrosa (España)

Habían pasado sólo dos días desde que la yema del índice de su mano derecha sangró por culpa de un espina del rosal, cuando de la herida comenzó a brotar un hombre nuevo. Primero los cambios se extendieron por los brazos hasta llegar a los hombros y luego se apoderaron de su cabeza, dejándose caer más tarde por el resto de su cuerpo. Todo en él se convirtió en suave terciopelo, fragancia de aromas sutiles y tonos vivos, chillones como el sol luminoso del verano. Al explotar la floración creyó reventar en un oleaje de dichas. Pero sólo fue un suspiro pues pronto llegó el jardinero y lo decapitó.
 
 

Desengaño

Alfonso Pedraza (México)

Me citó muchas veces. Me llamaba con el brazo extendido, se ofrecía. Alabó mi figura y le creí. Enceguecido de emoción iba a su encuentro; él me tentaba con algún roce fugaz antes de alejarse con altivez.

Ahora, rendido, entregado, descubro su intención real y corro hacia él con rabia, decidido a todo pese al estoque que brilla en su mano.

Estoicismo

Laurel (México)

Entró al comedor, donde la charla de sobremesa se debatía entre temas políticos y filosóficos. Dirigiéndose al anfitrión, el galeno hizo dos cortes perfectos en las venas de las muñecas. Los comensales observaron incrédulos la escena. –Queridos amigos –dijo–, he decidido morir, rodeado de lo que más amo, ustedes. 

En palacio, el emperador leía un mensaje: "Sé que has ordenado mi muerte. Podría escapar, tengo la suficiente fortuna para hacerlo; mi honor lo impide. No tendrás el gusto de verme suplicar o rogar por mi vida; sólo quiero aclarar que no me impulsa el temor ni tu deseo, sino esos horribles berridos a los que te atreves a llamar canto. Séneca".

De aquí a la Eternidad

Laurel (México)

Firmó el contrato: tres deseos a cambio de su alma. Al cumplirse el tercero terminaría su vida. En letras pequeñitas se leía: "...cualquier cosa, excepto la inmortalidad".

El primer deseo que pidió fue tener dinero. Después querría poseer fama y talento. Para terminar solicitó leer todos los libros existentes.

La ducha

Marcial Fernández (México)

Antes de que Heráclito de Éfeso dijera su celebérrima frase "nadie puede entrar dos veces a un mismo río", los cocodrilos del Nilo ya lo sabían.

Relatividad

Marcial Fernández (méxico)

Esa mañana el universo amaneció cinco veces más grande. Los lagos, las estrellas, las montañas, los humanos. El mundo –en su totalidad– se convirtió en una zona de gigantes. Al otro día, sin embargo, el universo redujo su tamaño a pulgadas, de manera que lo que antes era enorme ahora poseía un tamaño mínimo. Los cambios, bajo una ley de caprichos inexplicables, continuaron: las cosas –en algunas ocasiones– eran mil veces más grandes, o bien –en otras– mil veces más pequeñas. Y todo, absolutamente todo, según los observadores, seguía igual.

La promesa

Marcial Fernández (México)

Cuando la recogió en una esquina, la mujer de mirada lánguida, labios rojos, pechos indiscretos y tacones delgados, le prometió hacerle ver santos, demonios, a Dios mismo. Llegaron al hotel y la dama le exigió el pago por adelantado. El hombre sacó los billetes y se los extendió; luego se recostó en la cama y cerró los ojos. Entonces vio santos, demonios, a Dios mismo tras ser asesinado.

Las visitaciones

Marcial Fernández (México)

A mi prima Guadalupe la visitan los muertos. Sobre todo desde que falleció.
 
 

Diabluras

Amélie Olaiz (México)

Se enrolló sobre sí mismo para rodar hacia ellos. Al chocar, los ángeles volaron por el espacio con sus alas blancas imperturbables. Todos terminaron despedazados en el suelo.

Matacus, el orgulloso armadillo, se desenroscó para disfrutar el festejo de los niños.

–¡Chuza! –gritaban los pequeñines frente al nacimiento hecho trizas.

El arcángel de la escalinata 

Amélie Olaiz (México)

Las nubes bajaron de visita la tarde en que lo vi. Estaba detenido a mitad de la escalera frente al templo, pasmado, como quien durante el ascenso inesperadamente se encuentra con Dios. Sólo el cabello plateado y la túnica blanca se movían con el viento. Una pluma desprendida de sus alas pasó junto a mi cara, olía a caramelo. Contemplarlo renovó mi fe perdida, la piel de gallina me delataba. Al pasar junto a él, una mujer dejó caer una moneda en el recipiente, ese sonido me sacó del arrobo. Mimo Arcángel se quitó las alas para recoger su bote, bajó la escalinata y se fue de ahí.

Intento de suicidio con accidente

Rubén Pesquera Roa (México)

En el andén de la estación Niños Héroes hace una última reflexión: debe sumas de dinero que nunca podrá pagar, le diagnosticaron lupus eritematoso y su mujer lo dejó. Se arroja a las vías, se hinca y cierra los ojos. Cuando escucha la bocina del convoy que se acerca, se arrepiente y, sacando fuerza del deseo de vivir, brinca al carril contiguo. El tren subterráneo que viene en dirección contraria lo deja hecho una papilla de sangre, astillas de hueso y carne molida. El otro, el que debía haber acabado con su vida, detiene la marcha justo ante la tan triste tragedia.
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De cómo Yuang-Tsé 
no inventó la cuchara
Rubén Pesquera Roa

Yuang-Tsé contemplaba la pala recargada en el fogón; había estado trabajando todo el día y, con toda justicia, disfrutaba de la comida que le preparara su esposa. Algo, sin embargo, lo incomodaba: una idea difusa que le aparecía con cierta periodicidad, desde que era un adolescente.

Cansado, olvidó sus cavilaciones, tomó los palillos y volvió a concentrarse en la merienda. ¡Qué iba a estar él para inventos!
 

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